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La mujer española: un compromiso por la igualdad

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La modernización es un fenómeno complicado y polifacético, a veces difícil de definir. Don Manuel Seco, el autor del famoso Diccionario del Español Actual nos explica que modernizar quiere decir “poner algo a la altura de su propia época”. Por lo tanto, la modernización siempre supone cambios, perfeccionamiento, evolución y progreso. Y, siendo un fenómeno polifacético, debe abarcar todas las esferas de la existencia humana: la política, la economía, la vida social. En el marco de este último aspecto, me gustaría decir unas palabras sobre la evolución del papel de la mujer en la sociedad española.

Pero al mismo tiempo no quiero descubrir el Mediterraneo discurriendo sobre las cuotas laborales o sobre el lugar que ocupan las mujeres en la vida política del país. Han corrido ya ríos de tinta sobre el tema. Además, el ejemplo de Carme Chacón, la primera mujer Ministra de Defensa de España que accedió a su cargo estando en el séptimo mes del embarazo, es tan elocuente que no necesita comentarios. Lo que a mí me gustaría hacer es echar un vistazo al difícil camino que ha recorrido España dirigiéndose hacia las actuales alturas de la igualdad de género. Porque subirse al tren de la modernización sin volverse atrás es como subir a un coche sin espejo retrovisor.

Tradicionalmente, las mujeres españolas siempre habían ocupado un importantísimo lugar tanto en el espacio sentimental como en el artístico siendo inspiradoras de numerosos cuadros, poemas y novelas. Algunas afortunadas incluso consiguieron pasar a la historia como, por ejemplo, Agustina Zaragoza, esa joven de 22 años cuyos famosos cañonazos tantos estragos causaron a los franceses durante el primer sitio de la capital de Aragón. O la joven granadina Mariana de Pineda que fue ahorcada por haber bordado una bandera con el lema “Ley, Libertad, Igualdad” durante la década ominosa de 1823-1833.

En lo que toca a la política, el sexo débil siempre había sido una masa inerte y anónima, nunca había pisado este terreno. El primer paso fue dado el 1 de octubre de 1931 cuando las Cortes Constituyentes aprobaron el sufragio femenino. Este éxito histórico en gran parte fue posible gracias al empeño de Clara Campoamor, la pionera, la única mujer en la Comisión Constitucional. La victoria no fue fácil: 161 votos a favor y 121 en contra, o sea, sólo 40 votos por medio. “!Viva la República de las mujeres!” - gritó un diputado despechado. “!Viva la República que también es de las mujeres!” - replicó una señora. Aún quedaba una gran distancia por recorrer, porque el artículo que debía consagrar la igualdad entre hombres y mujeres terminaba así: “Se reconoce, en principio , la igualdad de derechos entre los dos sexos”. Por lo visto, los hombres, aun siendo republicanos, no estaban dispuestos a reconocer así nomás la personalidad jurídica de la mujer.

De todos modos, la victoria del régimen franquista dio al traste con todos los logros de la República. La mujer volvió a ser la eterna menor respecto al varón. Menor, pero no excluida del todo de la vida política y social. Las mujeres de la Sección Femenina de la Falange constituyeron una de las grandes paradojas del Régimen. Casi todas jóvenes y solteras, desempeñaban tareas asistenciales y adoctrinadoras a través del Servicio Social o las Escuelas Nocturnas de Formación Cultural para obreras. Practicaban deporte y llevaban uniforme, lo que les daba cierto aire de modernidad. Una mujer de la Sección Femenina, la abogada Mercedes Fórmica, incluso impulsó en 1958 una modificación del Código Civil, tan tímida todavía que la llamaron “refórmica”. Sin embargo, fue un paso adelante. En 1961 fue aprobada la Ley sobre Derechos Políticos, Profesionales y Laborales de la Mujer que teóricamente debía poner fin a las discriminaciones salariales y de acceso al trabajo vigentes desde los años cuarenta.

En general, el régimen de Franco suelen considerarlo un período ominoso en la historia del país. En gran parte así fue. Pero a mí, aunque lo veo desde fuera y de lejos, siempre me ha impresionado por su capacidad de evolución, ese ímpetu de modernización que, a mi juicio, llevaba dentro. Hablando de la España franquista es necesario evitar lugares comunes y estereotipos porque el país de los 40 es incomparable con el de los años 60, por ejemplo. ¿Qué fue el famoso desarrollismo de Franco si no un afán de modernización económica? Esta modernización hizo imprescindible la mano de obra femenina tanto en las fábricas como en las oficinas. Las mujeres se apresuraron a conquistar el hasta entonces vedado terreno profesional. Isabel Parra, la primera mujer conductora de autobuses de Vizcaya, Piedad Álvarez, primera mujer taxista de España, Julia Dorado y Esperanza Galván, las primeras españolas ingenieras técnicas de minas. Todas estas mujeres merecen ser mencionadas especialmente porque al igual que Agustina Zaragoza, pasaron a la historia abriendo brechas en el muro del ancestral aislamiento social del sexo supuestamente débil.

Desde entonces, el proceso fue imparable, irreversible, incesante y un sinfín de otros adjetivos en forma negativa. Y ahora vemos lo que vemos: una comunidad femenina dinámica, activa, independiente, puesta a la altura de nuestra época, o sea, totalmente modernizada. La modernización es, sin duda alguna, un bien absoluto. Pero todo, hasta los bienes absolutos, tiene su precio. Y el precio que España está pagando en este sentido es doble: primero, el descenso de la tasa de natalidad y segundo, el auge de la violencia de género.

En lo que toca al primer desafío, no voy a entrar en detalles. Todos sabemos que la tasa de natalidad en España es bajísima: 9,72 nacimientos por mil personas. Por lo visto, la mujer modernizada no está dispuesta a sacrificar sus logros en aras de la familia. La reciente supresión de subsidios por maternidad sólo va a empeorar la situación.

En lo que se refiere a la violencia doméstica, a mi juicio, tiene profundas raíces psico-sociales. El Informe redactado por Mª Carmen Fernández Alonso confirma estas suposiciones: “La etiología de la violencia doméstica es compleja y multifactorial. Los cambios sociales de las últimas décadas respecto al papel de la mujer tanto en el ámbito privado como público y la no-aceptación de estos cambios por el hombre ha podido favorecer la aparición de violencia”.

Hablemos más claro: se suele decir que la mujer que los hombres llevan dentro de su cabeza es su madre, esa señora obediente y sumisa, educada según las pautas tradicionales. En 1968 un padre de la Iglesia, el canónigo Enciso Viana, aconsejaba así a las jóvenes casadas: “Ya lo sabes: cuando estés casada, jamás te enfrentarás con él, ni opondras a su genio tu genio y a su intransigencia la tuya. Cuando se enfade, callarás; cuando grite, bajarás la cabeza sin replicar; cuando exija, cederás”. Y ahora resulta que los hombres, llevando en su cabeza, en su subconciencia, esta imagen ejemplar, se ven obligados a enfrentarse con mujeres que no callan, no ceden, se empeñan en oponerse y, para el colmo, a veces ganan más que ellos. No, ellos no quieren resignarse: castigan, maltratan y persiguen a sus compañeras. La violencia de género es más que un conflicto entre sexos, es un conflicto entre el pasado y el presente, entre lo obsoleto y lo modernizado.

Ahora bien, bajemos un poco el grado de patetismo. En efecto, el mensaje de esta ponencia es otro. Usando el ejemplo de la evolución del destino político y social de la mujer española sólo quería demostrar que la modernización no es un objetivo absoluto, es un proceso con sus pros y sus contras. Un proceso que se abre paso a través de los períodos históricos más contradictorios. La modernización no empezó ayer y no va a teminar mañana. Es una eterna continuidad de nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. Y los que quieran participar en este proceso que estén dispuestos a pagar el precio que le corresponda.

Марина КИЕНЯ,
доцент кафедры испанского языка
МГИМО (У) МИД России

№11(49), 2010

№11(49), 2010